En España somos así, para qué negarlo:
no nos gusta que nos digan lo que tenemos mal. Y mucho menos si nos lo dicen con ánimo de
tocar los huevos. Nos da lo mismo quién lo haga: el vecino quisquilloso del quinto B, nuestro jefe, Hacienda, un inoportuno guardia civil agazapado tras una glorieta o, desde luego, esos tipos intransigentes y despiadados que con una carpeta de
clip y órdenes dichas por megáfono nos ponen firmes cada 6, 12, 24 ó 48 meses, según el caso: los
iteuvis.
Pero, mira por dónde, entre tanta fiera suelta que, tras perder una tarde en la cola, nos hacen volver otro día con el
silentblock renovado o con una rótula nuevecita so pena de no devolvernos la cartulina verdosa, el otro día me fijé que hay brotes didácticos, voluntad de cercanía con el administrado. Sí, sí: es cierto. Existen esas estaciones.
En la del polígono industrial de Castellanos de Moriscos, en Salamanca, tienen una
maqueta expositor entre la línea de turismos y la de industriales donde te puedes explicar cómo un palier es capaz de dar vueltas aunque lo veas torcido y puedes apreciar la arquitectura de la suspensión o los brazos de la dirección. Pastillas de freno, discos y mordazas... todo a la vista, en distintos colores. Ya nunca más se nos olvidará qué es un latiguillo o un sensor de desgaste. Y dónde van colocados.
Es de justicia:
cuando lo hacen bien, también hay que decirlo.
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